lunes, 24 de febrero de 2014

Mundo de hoy e infancia Por Dr. Marcelo Viñar


En nuestra infancia y adolescencia había tiempo para la siesta y el aburrimiento, pautados por la alternancia entre los tiempos transitivos del gozar y/o penar, y otros, reflexivos, de remanso, donde el acontecer detenía transitoriamente su ímpetu y la experiencia decantaba. La memoria es aquel lugar donde las cosas ocurren por segunda vez, dice Paul Auster. O, en jerga psicoanalítica, es necesario reverberar para elaborar.

Hoy vivimos tiempos pletóricos y sobrecalentados, donde las urgencias de un presente sobresaturado, devoran la secuencia de pasado, presente y futuro, y los horizontes de futuro se vuelven inciertos, impredecibles.

Antaño, la regla y la trasgresión estaban más o menos claramente pautadas y cada quien tenía los referentes a los que someterse o rebelarse.

La épica de la adaptación o la revuelta fueron los desafíos para construir nuestra singularidad, personal y colectiva, el perfil de una generación. Hoy esos referentes a obedecer, a transformar o a destruir, están fragmentados y dispersos y los mitos de un futuro luminoso y de progreso, son reliquias anticuadas: “derrumbe de las utopías”, los designa la jerga académica.

¿Cómo se construye la subjetividad en estos tiempos de frenesí y declinación de las instituciones? ¿Cómo se construye el perfil de un sujeto, sin referentes claros o modelos a los que adherir u oponerse? Son preguntas vastas y complejas.

Sin respuesta a estas preguntas, sólo daremos algunas pinceladas acerca de nuestras inquietudes.

Tratar el tema de la infancia y el mundo de hoy de manera acotada me parece irrisorio o atrevido. Una tarea irrealizable, o una caricatura de cómo el mundo de hoy quiere resolver problemas trascendentes en tiempos epilépticos. Cómo en el informativo de la noche, diez noticias por minuto. Tendrán pues una sinopsis de una película que yo tengo que suponer, yo supongo seria y sabia, si no, no me atrevería a decir nada.

Voy a tomar un solo eje: el del tiempo interior o vivencial .

El primer trazo o pincelada que se me ocurrió evocar me lo enseñó mi hijo mayor, cuando tenía dos años. Él invitaba a su madre a jugar y mi mujer -médica psicoanalista y eminente, como somos todos aquí- le respondió recitándole la lista de las tareas y obligaciones del día; el niño reflexionó un instante y replicó: “Yo no quiero Doctora Viñar, quiero mamá Viñar”.

Vivimos un tiempo social acelerado que se interioriza y nos captura. Mi infancia pueblerina transcurrió en tiempos y cadencias que discernían claramente el tiempo de trabajo y el de ocio, el de actividad del de errancia. Los ceremoniales de la cena y el almuerzo eran sagrados, y alguna vez quedé excluido de la mesa y tuve que comer de contrabando, clandestinamente, por llegar con atraso sin justificación. Aunque para mi fuera indiscutiblemente legítimo terminar el partido de truco o billar, o prodigar el flirt con las gurisas al concluir el martirio de los cursos. La vida urbana actual ha estallado y fragmentado esos ritmos. Los comercios abrían de 8 a 12 y de 14 a 19, pero los “shopping” y sus atracciones tienen horario perpetuo (¿por qué decimos “shopping” en el Río de la Plata ?)

Para iniciar y desarrollar un diálogo de padres e hijos, de hermanos o cónyuges, es obvio que hay que apagar el televisor o una o varias computadoras. Vivimos enchufados a un mundo virtual que compite con el mundo carnal, y de yapa a este le llamamos “el progreso de la época”. Yo todavía me estremezco cuando el celular suena en mis entrañas. Soy una reliquia de pasado, no me atrevo siquiera a implorar vuestra comprensión.

Pero más allá de mi penuria personal, anticuada, creo que vale la pena reflexionar sobre los efectos de este tiempo vivencial, vertiginoso en la formación de la personalidad.

No un debate entre adversarios, entre conservadores y progresistas, entre nostálgicos de viejos tiempos y revolucionarios de tiempos nuevos, sino una semiología del mundo que habitamos, que nos modela y configura, tanto como nosotros a él. Somos producto y productores de la época que nos alberga.

¿Hasta dónde un viejo como yo puede asomarse a pensar la infancia de hoy? Porque siempre hay que cuestionar la mirada tanto como lo mirado (desde la lectura y perspectiva de mente que un psicoanalista domado por casi medio siglo de oficio puede hacer, esa es mi posibilidad y mi limitación). La señalada alternancia entre tiempos transitivos de acontecer y tiempos reflexivos de sedimentación, son un algoritmo necesario e imprescindible para la configuración del psiquismo, de ese espacio temporal que llamamos nuestro fuero interior. Hasta el guerrero en la batalla necesita su reposo, o se vuelve chiflado y hace disparates.

Ese tiempo donde actúa -según la bella expresión de Benjamín- “el maravilloso pájaro del aburrimiento”. En este mundo competitivo y excitante, ese tiempo de rémora suele estar abolido o condenado. El ocio es un vicio, no un tiempo de contemplación. “Hay que salir de la cama al despertarse, sino vendrá la tentación del masturbarse”, decían los viejos y ascetas moralistas. Vuelvo a mi registro de tiempos obsoletos: ¿acaso el uso interminable de ciertos juegos electrónicos no tienen la misma función masturbatoria?

Este presente pletórico de acontecimientos y desafíos, nos hace vivir incrustados en la actualidad. Siempre fue así. Una parte de nuestros sentidos y de nuestra conciencia está volcada a adecuarse a la coyuntura y circunstancia actual, una conciencia presente y adaptativa, que dio lugar a la metáfora del río de la conciencia (James). Pero la experiencia propia -y la de todos- nos enseña acerca de los límites de la metáfora. La conciencia habita un tiempo caleidoscopio donde irrumpen pasados y futuros, memoria y anhelos y proyectos. La mente no es sólo presente, sino un tríptico de pasados y futuros, de ayeres y mañanas.

Bauman dice que nuestra mente siempre habita un día, una semana, o un año sideral después de hoy. A esto podemos llamarle el tiempo vivencial interiorizado, el de nuestros recuerdos y los senderos de la experiencia vivida, pero también de la experiencia soñada y temida, de la experiencia de lo que no fue, porque no quisimos o porque no pudimos.

Caricaturizando esa diacronía del tiempo interior, este tríptico de pasado, presente y futuro, que no sólo nos habita sino que nos configura; tiende ahora a estar comprimido por la plétora de la actualidad: sobrecalentamiento del tiempo presente que devora al pasado y al porvenir. El trayecto de vida, metaforizado en aquellos rieles de tren que se extendían al infinito, como lo inmortalizó Chaplin en ”El Pibe”, está hoy reemplazado como norma por un patchwork discontinuo e imprevisible.

La contemplación -piénsese en la epifanía del niño Jesús y los Reyes Magos- estaría hoy reemplazada por un video clip. A veces, los pacientes, los que yo creo más lúcidos, lo traen como malestar: el diálogo con el hijo o la mirada a la puesta de sol se ven asediados por las perentoriedades de la agenda o por una ansiedad flotante, e incontrolable, que ni la marihuana ni los ansiolíticos han logrado controlar (aunque transitoriamente les haya permitido o dado la ilusión de un tiempo de pacificación para mitigar el desasosiego).

En la cultura del vértigo, ¿cuál es el lugar para los niños?

Los humanos somos lo que se nos inculca y nos transmite (la tradición y la educación); pero somos (complementaria y contradictoriamente) la reacción activa -eventualmente creativa- contra lo que se nos transmite e inculca. Soy de los que piensan que un ser humano se modela y configura en un mínimo de tres generaciones, quizás cinco. Que acompañar o combatir la herencia es uno de los vectores claves de la existencia individual y colectiva del proceso civilizatorio. Cuestionando y contrariando esta afirmación, Hobsbawn define como rasgo característico de la actualidad que las generaciones se sienten menos concernidas por el pasado, por la herencia y la tradición que antes fueron modelos o contramodelos; es decir, modelos a imitar o a atacar, que proveían el combustible del conflicto intergeneracional.

Esta es la única guerra que añoro, la única que supo ser deseable y saludable; que le daba al crecimiento y a la crisis adolescente el carácter de un combate épico y heroico. Me temo que ese combate esté reemplazado por un juvenilismo demagógico, todo lo joven es beautiful (lo que es cierto) pero encandilados por la belleza, nos olvidamos cuando hay que decir que no. La dificultad para decir no parece ser un rasgo del mundo actual: de padres, docentes y gobernantes. Y la desmesura adolescente necesita límites para contener su desborde, como el vaso de agua necesita del agua y del vidrio para no ser un charco. La resistencia y la reacción son necesarias al ímpetu. Para un buen partido se necesitan dos buenos adversarios, no alcanza con que uno de ambos equipos juegue bien.

Aquellos que históricamente fueron figuras de autoridad (padres, docentes, estadistas) -generalizo indebidamente por brevedad-, los percibo hoy timoratos, a la defensiva o en retirada, temerosos de ejercer una autoridad, que se percibe como un autoritarismo dañino. Se podrán analizar causas y explicaciones, la desilusión de las utopías sesentistas es lo que circula más frecuentemente; individualismo y el repliegue a la vida privada, con el desmoronamiento de los espacios y estructuras colectivas. Antaño vivíamos con la ilusión de un futuro mejor y más justo; el porvenir radiante del progreso; hoy, con la amenaza del agotamiento del agua dulce y los combustibles fósiles, y un siempre creciente aumento en la inequidad de ingresos y oportunidades. ¿Cómo eso macro se filtra en lo micro, lo privado y lo íntimo? Poco lo sabemos, a estudiar entonces...

Se dice que la revolución informática implica un cambio civilizatorio aún más grande que otros que fueron hitos en la historia de la humanidad como la sedentarización por la agricultura, la invención de la escritura o de la imprenta. Y sería tonto intentar detener el huracán o vértigo civilizatorio en que vivimos, de lo que se trata es de no ceder a la perplejidad y entender lo que podamos.

La emancipación de la mujer parece ser el hecho societario más importante del siglo XX: igualdad de derechos y oportunidades (a no confundir con igualdad de estilos y sensibilidad). Así lo consideran muchos pensadores que admiro, al menos en occidente. El aumento de la expectativa de vida al nacer es otro hecho relevante; de otro modo quizás yo no estaría aquí. La familia tipo del padre bread-feeder y la mujer en la casa, es una reliquia del pasado. Hoy todas y todos buscan el trabajo rentado. Nuestras abuelas parían a los 17, lo que hoy llamamos con alarma “embarazo adolescente”; nuestras esposas, en general, a los 25 y nuestras nueras después de los 30. El mundo competitivo del trabajo y los diplomas así parece exigirlo. Los países que llamamos del “Primer Mundo” revelan índices de natalidad que no cubren la reposición demográfica. Son hechos reveladores de los cambios del mundo contemporáneo y un desafío al debate ciudadano para construir soluciones. De consiguiente, la emancipación de la mujer es un hecho a celebrar pero no debemos negar que también conlleva transformaciones y nuevos problemas a resolver.

La incorporación plena de la mujer a la vida ciudadana, en el trabajo y en política es -sin duda- un hecho de justicia. Pero no obviemos lo que esta modificación incide en el tema que nos asignaron: Mundo de hoy e infancia . El título salpica para muchos lados. Allí donde había madres, tías y abuelas tejiendo, zurciendo calcetas y narrando fábulas interminables e inolvidables, hoy hay televisión con dibujos animados o exterminators y actividades preescolares a tiempo completo, probablemente con morales más pavlovianas o espartanas que las de la intimidad familiar. O, para no ser catastrofista y de mal agüero, también la posibilidad de disfrutar la sociedad de una tribu de pares, que antes recién empezaba con los cinco, seis años y ahora mucho antes.

Pero, ¿acaso es la misma la humanización hogareña que la que proveen las instituciones educativas de la primera infancia? ¿Qué efectos conllevan estos cambios en la conformación de la persona, y quién está creando espacios reflexivos para pensarlos? O cuando las posibilidades económicas de crear esa infraestructura son insuficientes o nulas, aparece esa figura cada vez más patente y presente en la sociedad actual: los niños de la calle ; y el rosario de efectos de corto y largo plazo que allí se desencadenan. Y esto merece un desarrollo que no se puede comprimir al tiempo que nos asignan. Niños de la calle… caldo de cultivo de la infantilización de la delincuencia.

En todo caso en el presente sobrecalentado y vertiginoso de la posmodernidad. Apuesto a que el tiempo compartido para el diálogo entre padres e hijos -quizás también en otros vínculos- es menor que antaño. Es lo que llamo la crisis del relato a partir de la clave benjaminiana de la “desaparición de la comunidad de oyentes”.

Entre el polo de la intimidad de un sujeto y el espacio societario macro, hay una franja intermedia de humanización donde cada humano construye sus pertenencias y lealtades. Cuando este espacio -donde se tejen amores, conflictos y rencores- se deteriora, se avería o se destruye y desertifica, las consecuencias son tremendas. Nadie puede vivir sin el reconocimiento de los otros, lo dijo Hegel hace mucho tiempo. Todos necesitamos una trama de raigambres donde negociar nuestros amores y nuestros odios, nuestras afinidades y rechazos. El éxito del chat , el blog o de Facebook , es la prueba estridente de esta necesidad de espejos humanos que antaño llamábamos amistad.

¿Acaso la computadora y el celular reemplazan la presencia carnal, el olor y el tacto?

La cuestión sigue abierta… ¿habrá tiempo y lugar en el tercer milenio para dirigir la mirada y la ternura a “His Majesty the baby”?

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